Céline y su “Viaje Al Fin De La Noche” (III Parte)

Aquello de que no se tiene tiempo para hacer que si patatín que si patatán sigue siendo a veces una excusa; otras, una realidad. Pero el reino del Tiempo Controlador ya no es tan absoluto.

Hay que tener en cuenta el estado mental del personal. Tengo tiempo, y sin embargo, no me funciona bien el bolo. Porque hace mucho calor, o frío, tengo sueño atrasado, o una neurosis de caballo. A partir de aquí, el reloj juega al escondite. Quizás haya pasado desde siempre. Pero da la impresión de que aquel agricultor que hace un siglo, trabajaba de sol a sol, y de repente, como si tal cosa, un señalado día del Señor, enseñaba a sus colegas segadores su colección de bodegones pintados al óleo guardados celosamente en el sótano, hoy nos daría a entender de que no tiene tiempo ni para ver el telediario de la medianoche. ¡Como para pintar! ¡Ay!

Así pues, yo tampoco tiempo tiempo (entiéndase que es una excusa) para escribir un estudio más o menos sesudo sobre un grupito de novelas que tratan un tema que considero muy interesante: la llegada a América. La de antes de la Segunda Guerra Mundial. Saborear la visión del inmigrante. Por ejemplo, la visión del gran autor ruso Korolenko. De momento, nos conformaremos con la de Céline, que no es como para tomarla a broma.

AMÉRICA

Vendido a un tratante de esclavos por un cura de colonias (sabido es que son los mejores) , el protagonista de la novela llega a Nueva York, a América.

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“Nos entendimos sin problemas en relación con el currelo y creo incluso que, hacia el final de mi periodo de prueba, Mischief me tenía mucha simpatía. No verse es ya una buena razón para simpatizar y, además, sobre todo mi extraordinaria habilidad para atrapar las pulgas lo seducía. No había otro como yo en el puesto, para encerrarlas en cajas, las más rebeldes, las más queratinizadas, las más impacientes; era capaz de seleccionarlas según el sexo sobre el propio emigrante. Era un trabajo estupendo, puedo asegurarlo… Mischief había acabado fiándose por entero de mi destreza.
Hacia la noche, a fuerza de aplastar pulgas, tenía las uñas del pulgar y del índice magulladas y, sin embargo, no había acabado con mi tarea, ya que me faltaba aún lo más importante, ordenar por columnas los datos de su filiación: pulgas de Polonia, por una parte, de Yugoslavia… de España… Ladillas de Crimea… Sarnas de Perú… Todo lo que viaja, furtivo y picador, sobre la humanidad, me pasaba por las uñas. Era, como se ve, una obra a la vez monumental y meticulosa. Las sumas se hacían en Nueva York, en un servicio especial dotado de máquinas eléctricas cuentapulgas. Todos los días, el pequeño remolcador de la Cuarentena atravesaba la ensenada de un extremo a otro para llevar allí nuestras sumas por hacer o por verificar.
Así pasaron días y días, recobraba un poco la salud, pero, a medida que perdía el delirio y la fiebre en aquella comodidad, recuperé, imperioso, el gusto por la aventura y por nuevas imprudencias. Con 37 grados todo se vuelve trivial”.

“Avanzaba la gente hacia las luces colgadas en la noche y a lo lejos, serpiente agitada y multicolor. De todas las calles de los alrededores afluía. Forma un buen montón de dólares, pensé, una multitud así, ¡sólo en pañuelos, por ejemplo, o en medias de seda! ¡E incluso en pitillos sólo! ¡Y pensar que, aunque te pasees en medio de todo ese dinero, no consigues ni un céntimo más, ni para ir a comer siquiera! Es desesperante, cuando lo piensas, lo defendidos que van los hombres, unos de otros, como casas”.

“Entonces los sueños suben en la noche para ir a abrazarse en el espejismo de la luz en movimiento. No está del todo vivo lo que sucede en las pantallas, queda dentro un gran espacio confuso, para los pobres, para los sueños y para los muertos. Tienes que atiborrarte rápido de sueños para atravesar la vida que te aguarda fuera, a la salida del cine, resistir unos días más esa atrocidad de cosas y hombres. Eliges, de entre los sueños, los que más te reaniman el alma. Para mí, eran, lo confieso, los de cochinadas. No hay que ser orgullosos, le sacas, a un milagro, lo que puedes retener. Una rubia con unos chucháis [“pechos” en caló] y una nuca inolvidables creyó oportuno venir a romper el silencio de la pantalla con una canción sobre su soledad. Habría sido capaz de llorar con ella.
¡Eso es lo bueno! ¡Qué animos te da! El valor, lo sentía ya, me iba a durar dos días por lo menos”.

“¿Sería tal vez que a los habituados no les causaban el mismo efecto que a mí aquellos amontonamientos de materia y alvéolos comerciales? ¿Aquellas organizaciones de largueros hasta el infinito? Para ellos tal vez fuese la seguridad todo aquel diluvio en suspenso, mientras que para mí no era sino un sistema abominable de coacciones, en forma de ladrillos, pasillos, cerrojos, ventanillas, una tortura arquitectónica gigantesca, inexpiable.
Filosofar no es sino otra forma de tener miedo y no conduce sino a simulacros salvajes”.

“Al tiempo que peroraba así, artificial y convencional, no podía dejar de percibir con mayor claridad aún otras razones, además del paludismo, para la depresión física y moral que me abrumaba. Se trataba, por lo demás, de un cambio de costumbres, tenía que aprender una vez más a reconocer nuevos rostros en un medio nuevo, otras formas de hablar y mentir. La pereza es casi tan fuerte como la vida. La trivialidad de la nueva farsa que has de interpretar te agobia y, en resumidas cuentas, necesitas aún más cobardía que valor para volver a empezar. Eso es el exilio, el extranjero, esa inexorable observación de la existencia, tal como es de verdad, durante esas largas horas lúcidas, excepcionales, en la trama del tiempo humano, en que las costumbres del país precedente te abandonan, sin que las otras, las nuevas, te hayan embrutecido aún lo suficiente”.

“Quería dejarme tirado en plena noche y lo antes posible. Cosa normal. De tanto verte expulsado así, a la noche, has de acabar por fuerza en alguna parte, me decía yo. Era el consuelo. «Ánimo, Ferdinand –me repetía a mí mismo, para alentarme-, a fuerza de verte echado a la calle en todas partes, seguro que acabarás descubriendo lo que da tanto miedo a todos, a todos esos cabrones, y que debe de encontrarse al fin de la noche. ¡Por eso no van ellos hasta el fin de la noche!»”.

“Mientras disfrutaban los equipos, yo, por mi parte, escribía relatos cortos en la cocina y para mí sólo. El entusiasmo de aquellos deportistas por las criaturas del lugar no alcanzaba, desde luego, al fervor, un poco impotente, del mío. Aquellos atletas tranquilos en su fuerza estaban hartos de perfección física. La belleza es como el alcohol o el confort, te acostumbras a ella y dejas de prestarle atención”.

“¡Ah, si la hubiera conocido antes, a Molly, cuando aún estaba a tiempo de seguir un camino y no otro! ¡Antes de perder mi entusiasmo con la puta de Musyne y el bicho de Lola! Pero era demasiado tarde para rehacer la juventud. ¡Ya no creía en ella! En seguida te vuelves viejo y forma irremediable. Lo notas porque has aprendido a amar tu desgracia, a tu pesar. Es la naturaleza, que es más fuerte que tú, y se acabó. Nos ensaya un género y ya no podemos salir de él. Yo había seguido la dirección de la inquietud. Te tomas en serio tu papel y tu destino poco a poco y luego, cuando te quieres dar cuenta, es demasiado tarde para cambiarlos. Te has vuelto inquieto y así te quedas para siempre”.

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Lola y Musyne, y sobre todo Molly, son trasuntos, mezclas, de Elisabeth Craig, mujer que existió en la vida real, compañera de fatigas de Céline, norteamericana.

Como leemos, la visión de Céline sobre la metrópoli, era ya inauditamente moderna. Esta tercera parte de la novela es también colosal. De aventura en aventura, dejamos los tintes Conradianos/Naipaulescos, y entramos en temáticas urbanas, que más tarde todos hemos cultivado, sobre todo en nuestra vida real. Próximamente, volveremos a la campiña francesa. Au revoir!

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