Los Monederos Falsos (André Gide)

 

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detalles

Novela leída en la edición de Seix Barral de 1984 (para su colección “Obras Maestras de la Literatura Contemporánea”, número 51, -ciertos libros marrones con tapa de cuero, cuatro florecillas doradas a lo largo del lomo, de esos que parecen abrazar precisa, y solamente, obras maestras). Antes de ir con el señor Gide, apuntar que por este orden, al principio, fueron publicadas en esta misma colección, obras de García Márquez, Cela, Llosa, Hemingway y Greene. La pareja Seix y Barral no empezaba bien, en mi humilde opinión; el tufo a best-seller es evidente. Mejoran después con Borges, Camus, Hesse, Moravia, Malraux, Faulkner, Mann, Nabokov, Sartre, Kakfa, Machado, ¡Céline! (ya el número 23 de la colección), Delibes, Joyce, Capote, Rulfo… -y alguno que me he saltado-. No es mi intención criticar excesivamente la selección para esta colección; aprovecho el momento por aquello de dejar apuntes y exámenes pendientes para el futuro (con la idea fundamental de poder rectificarme a mí mismo). No hay nada mejor que poner a parir a un escritor (de cierto renombre) sin haberlo leído, para después sentirse doblemente satisfecho con una posible lectura que nos demuestre que estábamos equivocados. Pero por lo que no paso, y nadie debería hacerlo, es dar por sentado que cualquier libro de tal colección de obras maestras, se merece tal calificativo. Y es que imagínense el panorama: el chaval con el libro marrón entre sus manos, apoyado en el poste de un vagón de metro, denostado y calificado de inmediato como intelectual de pacotilla por la clase de gente que sólo lee periódicos con fotografías a todo color; por otro lado, él mismo, odiándose por el tiempo perdido, el invertido en leer una obra que ni le gusta, ni le atrapa, ni le convence. Vaya plan. Es intuición lo que se necesita, o casualidad, y cada cual tiene la suya. A mí no me casan Llosa y Moravia, por ejemplo, ni por separado siquiera, pero no mi intuición, sino un despiste, hizo que empezara a leer al segundo. Enredando en un puesto de libros de ocasión en una tiendecita de la Travessera de Gracia, creí que me llevaba a casa no se qué de Nueva York de Paul Auster, -esta vez según una recomendación de un viejo conocido (por cierto, y como creo que mi querido e invisible lector ya se habrá dado cuenta, tiendo mucho más a hacer recomendaciones que a aceptarlas)-, y resulta que aparecí en casa con “Yo y Él”, de Moravia, de la misma colección que el libro de Auster (que no es la de los libros marrones, sino otra selección de a saber ahora quién, de color más oscuro, grisáceo). Frente a las olas de cierta cala de la Costa Brava, me di cuenta de que la lectura de “Yo y Él” superaba mis expectativas, me empezó a gustar, y me dejé llevar. Es una obra que recomiendo desde aquí, especialmente a cualquier lector masculino, a quien no le importe realizar una lectura sesentera, un poco rancia, con halitósico olor a liberación psicoanalítica italiano-comunista-sexual. El problema de Moravia es que, siendo un buen escritor, y un buen creador y analista de situaciones e ideas, se ve entrampado por la anterior combinación. Pasados los años, queda el poso literario, rico en matices aún. Que ya es algo. O mucho. Porque con Llosa, ¿qué queda? ¿O qué podemos esperar que quede de un tipo tan repulsivo desde un punto de vista intuitivo? No hay nada que intuir en él, como en Hemingway o Cela. Por supuesto que tendrán su poso literario, como todo autor que se precie, pero el proceso de filtración es, o bien demasiado rápido (Hemingway), o demasiado lento (Cela), por lo que si uno tiene ganas de llevarse una buena novela a la cabeza (o al corazón), no puede esperar a que el café salga directamente aguachirri; o, oscuro como la noche, gota a gota, y ya leeré cuando me toque, que me duermo.

Lomo

Se podría dividir a los escritores en tres grupos. Los que nos invitan, por una razón u otra, a dejar de leerlos, a intentarlo con otro; los que nos incitan a seguir leyéndolos, en otro espacio, en otro tiempo; y los que, además de esto último, nos animan a ejercer la escritura por nuestra cuenta. De los primeros, hay que huir como de la peste, y ya mal vamos, si hemos caído en su particular trampa. De los segundos, la mayoría, decir que son como los hidratos de carbono; sin ellos, no es que no podamos o dejemos de escribir, es que ni siquiera tendremos fuerzas para acudir a la librería de turno a por más alimento. Gide entra, en mi opinión, en la tercera categoría. Aparte de querer saber más sobre su obra, la lectura de “Los Falsos Monederos” puede ser de mucha utilidad a la hora de plantearse en la cabecita de uno mismo el acometimiento, no de la escritura misma, sino de un esquema lo suficientemente estable de lo que uno quisiera escribir; o quisiera poder llegar a escribir. Dicho de otra manera, la lectura de “Madame Bovary”, por ejemplo, es uno de los ladrillos del futuro muro que queremos enseñar a nuestro público. Bien construido, bien decorado, con sus ventanas, y con su gran puerta de entrada al Hall de la Lectura. Otro ladrillo bien podría ser una buena novela de Stephen King. Y así sucesivamente. Gide nos da el cemento, lo que ayudará a que la estructura de ladrillos se mantenga y aguante el envite de los vientos y de las mareas criticonas. “Les Faux-Monnayeurs” es una novela-proteína, una novela-cemento. Y con ellas nos encontramos como de sopetón, casi sin quererlo; hay una voz interior que nos lo hace saber. Y para mí es esta, y para ti aquella. ¡No van a coincidir! ¡Por supuesto! ¡Y menos mal! (Mi perfecto ejemplo de novela-cemento es “El Hombre En El Castillo” de Philip K. Dick. De su simple lectura, nació mi segunda novela).

La novela de Gide se abre con la siguiente cita:

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Le tenía yo por más joven a Gide, por lo que, en principio, pensé que se trataba de su primer trabajo a nivel de escritura y de publicación. Nada más lejos de la realidad. Al publicar “Los Falsos Monederos”, Gide ya contaba con unos cincuenta años, y con una carrera de mérito. Si escribe esta dedicatoria al principio de su obra, es porque él consideró que ésta realmente representa su primera novela como tal (sabido es que los franceses han sabido diseccionar los géneros literarios mejor que nadie, y de mayor mérito es el hecho de que parece que se aclaran entre ellos). Hace unos días, estando con unos amigos haciendo una cola para comprar unas entradas de cine, se me ocurrió un repentino (y doble) plan. Escaparme unos minutos a una biblioteca cercana, hacer una visita al baño de ésta, y de paso, después, localizar la G en sus baldas de ficción. A continuación, la combinación GID. Y me encontré con una sola que era GIDE. Una edición que incluía “El Inmoralista”, y “Les Faux-Monnayeurs”, y una breve biografía. (Esta pequeña historia que cuento podrá sonar pasada de moda, incluso hoy, más cuanto más tiempo pase. Pero sí, en vez de recurrir a los botoncitos de turno, esto es lo que hice. Bebí un trago en la biblioteca, en resumen). Me enteré de que Gide fue un tipo importante en cuanto pionero al editar la más importante revista literaria francesa de su momento; alguien que se debía al siglo XIX como escritor; alguien preocupado por su época, por él mismo, por su moral, ética, y comportamiento; alguien consciente de ser escritor, y de estar también preocupado por ello.

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El comienzo de la novela es de una potencia espectacular. Aún con estructura del XIX, una presentación rápida y concisa de un amplio manojo de personajes, unido a un interés REAL por ellos (del propio autor), -que se respira inmediatamente-, hacen que el lector enseguida tome asiento, se acomode, y no quiera perderse nada del espectáculo. Este gráfico muestra una idea del barullo personajil que se armaría el lector en su cabeza si no fuera por el inmenso cuidado y atención que se toma por sus personajes Gide.

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Y digamos que, directo al cerebro, ya nos lo hemos bajado en un 20% más o menos (página 77 de mi edición marrón). Entonces, Gide, a través de uno de los personajes centrales, Eduardo, escribe:

“Despojar a la novela de todos los elementos que no pertenezcan específicamente a la novela. Así como la fotografía, en otro tiempo, desembarazó a la pintura de la preocupación de ciertas exactitudes, el fonógrafo limpiará sin duda mañana a la novela de sus diálogos transcritos, de los que se vanagloria con frecuencia el realista. Los acontecimientos exteriores, los accidentes, los traumatismos, pertenecen al cine; está bien que la novela se los deje. Hasta la descripción de los personajes no me parece en absoluto que pertenezca propiamente al género. Sí, realmente, no me parece que la novela “pura” (y en arte, como en todo, sólo importa la pureza) deba ocuparse de ello. Como no lo hace el drama. Y que no se me diga que el dramaturgo no describe sus personajes porque el espectador está llamado a verlos llevados completamente vivos a la escena; porque cuántas veces no nos ha molestado, en el teatro, el actor, y nos ha hecho sufrir el que se pareciese tan mal a quien, sin él, nos imaginábamos tan bien. El novelista, por lo general, no abre suficiente crédito a la imaginación del lector.”

Vamos por partes. (Eduardo debería ser Edouard, pero el traductor, castellaniza lo incastellanizable. Error que se subsana en esa edición que vi en la biblioteca).
Estamos en 1925. Por entonces, el drama supera al cine. La fotografía parece estar bien posicionada ante la pintura. El fonógrafo no parece ni siquiera combatir.

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Pasados casi cien años, comparto con Gide la idea de la falsa vanagloria del autor realista. Rellenar novelas con diálogos de la calle no es más que un acto de cobardía, de bajeza artística, de pereza mortal. ¡Y no digamos hoy en día! Quien quiera, y yo también, establecer un contacto con el mundo real, y sobre todo, con la juventud (tema que apasionaba a Gide, por otro lado, -en su aspecto más masculino y carnal-) y su futuro, no tiene más remedio que leer periódicos, o mejor, aficionarse por la antropología, la sociología, o la psicolingüística. Se puede escribir, en todo caso, una novela cercana al ensayo, o a ese género que es la gran esperanza de la novela como tal: la ciencia ficción (en concreto, me refiero a la hard sci-fi, no a lo fantástico ni a la fantasía). La fotografía se ha cebado (incluso demasiado) con la pintura. El cine ha barrido al drama, y de paso, casi, casi, a la novela, ayudado del fonógrafo, convertido en dispositivo músico-microfónico portátil y ubicuo. ¿Qué le queda a la novela? Poco, muy poco. O uno se tira al monte con la experimentación (o lo que es lo mismo, excavación en el subsuelo histórico literario en busca del truco que en su día funcionó -o no, da igual-), o se pone a narrar al estilo clásico. ¿Qué es esto último? Primero querer contar algo, y después, contarlo. No al revés, que es la trampa en la que se cae (caemos) el autor que se ve demasiadas veces invadido por el poder del cine, y del fonógrafo (tecnología). Es de esperar que de una vez por todas el cine se estrelle contra el muro de irrealidad que él solito se ha construido durante este siglo pasado. Y escribo irrealidad refiriéndome a que el noventa y cinco por ciento de las películas que se ruedan, al menos en Occidente, cuentan historias que nadie ha pedido que se cuenten. Es decir, se realizan no por su interés intrínseco, o real, sino porque sí. Dan ganas de vomitar. O lo que es lo mismo, de escribir, de contar uno mismo lo que tenga que contar. El problema que se genera al realizarse este deseo es que se termina novelizando lo que estoy tratando de expresar en este pequeño trabajo. Demasiada novela neurótica que el autor devuelve a la sociedad, quiero pensar, con la mejor intención del mundo. Cien años después, o casi, hay que agarrarse al modelo clásico de novela, o esto es lo que pienso.

 

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Primera Edición en Gallimard

Y es lo que hace Gide en “Los Falsos Monederos”, aunque la novela tenga un barniz de modernidad (que hoy en día todavía aguanta bien). Es como leer a Balzac, con cierta añadiduras. Y seguramente, mejor escrito. Porque la trama que teje Gide es tal que atrapa, entre otras cosas, por esa preocupación por el personaje que destila el autor en todo momento. Supongo que ahora se me entiende mejor cuando escribía más arriba que “Los Falsos Monederos” es una novela-cemento.
Añado otro pequeño extracto (al comienzo del último tercio de la novela, página 273), un diálogo entre dos de los jóvenes protagonistas:

“—Nada de lo que escribiría fácilmente me tienta. Precisamente, porque hago bien mis frases, me horrorizan las frases bien hechas. No es que ame yo la dificultad por ella misma; pero encuentro que, realmente, los escritores de hoy no se molestan lo más mínimo. No conozco lo suficiente la vida de los demás para escribir una novela; y yo mismo no he vivido aún. Los versos me aburren. El alejandrino está usado hasta más no poder; el verso libre es informe. El único poeta que me satisface hoy es Rimbaud.
—Eso es, precisamente, lo que digo en el manifiesto.
—Entonces, no vale la pena que lo repita yo. No, chico, no; no sé si escribiré. A veces me parece que escribir me impide vivir, y que puede uno expresarse mejor con actos que con palabras.
—Las obras de arte son actos que perduran —arriesgó tímidamente Oliverio; pero Bernardo no le escuchaba.
—Eso es lo que más admiro en Rimbaud: haber preferido la vida.
—Estropéo la suya.
—¿Tú qué sabes?
—¡Oh!, chico, eso…
—No se puede juzgar la vida de los demás por lo externo. Pero, en fin, pongamos que haya fracasado; sufrió la mala suerte, la miseria y la enfermedad… Tal como es su vida, la envidio; sí, la envidio más, incluso, con su fin sórdido, que la de …
Bernardo no acabó la frase; a punto de nombrar a un contemporáneo ilustre, dudaba entre demasiados nombres.”

Gide plantea en este pequeño diálogo la eterna cuestión sobre el arte y la vida. Puesto en boca de dos jovencitos pre-universitarios. Demasiado jóvenes. Depende de quién se rodee uno, claro está. Pero si nos alejamos del realismo, podemos ver en sus personajes un claro simbolismo: el futuro de la novela depende de sus personajes, del concepto que ellos mismos tengan del arte, y de la vida. Esto si nos tomamos la novela como el único superviviente de los antiguos portavoces del arte hacia la vida. Ya no quedan más, o esto me parece a mí. La novela, portavoz, sí, abanderada también, de lo que nos queda de libertad, de igualdad, y de fraternidad. Los demás han caído, (o nos han traicionado, que es peor).
Pasando a temas más literarios. Copio un nuevo extracto de la novela, en el que se confirma la preocupación de Gide por el mundo moral que le rodea. Es el año 1925. Me pregunto ahora mismo si este Gide tiene algo que ver con el surrealismo. Breton escribe un año antes su primer manifiesto. Ambos André coinciden en ser comunistas, y antes de que Gide visite la URSS a principios de los años 30, en el 26 y 27 se va de visita a las colonias francesas en África. Vamos, un tipo con suerte. En todas las salsas. Céline en 1932 escribe su primer vómito personal, “Viaje Al Fin De La Noche”, pieza ineludible en este puzzle que es, como que no quiere la cosa, bastante surreal. A Céline hay que agradecerle su sinceridad; a Gide, su bien expresada angustia. Escribe (pág. 121) por uno de sus personajes más logrados (La Pérouse):

“—¿A usted también le parece que hago mal? No he podido nunca comprender por qué nos prohíbe eso la religión [el suicidio]. He meditado mucho en estos últimos tiempos. Cuando yo era joven, hacía una vida muy austera; me felicitaba por mi fuerza de voluntad cada vez que rechazaba una proposición. No comprendía que, creyendo libertarme, me convertía cada vez más en esclavo de mi orgullo. Cada uno de esos triunfos sobre mí mismo, era una vuelta de llave que daba a la puerta de mi cabeza. Eso es lo que quería decir hace un momento cuando le afirmaba que Dios me ha engañado. Me ha hecho tomar mi orgullo por virtud. Dios se ha burlado de mí. Se divierte. Creo que juega con nosotros como un gato con un ratón. Nos envía tentaciones a las que Él sabe que no podemos resistir; y cuando nos resistimos, a pesar de todo, se venga de nosotros más aún. ¿Por qué nos guarda ese rencor?”

A Gide, en su novela, le preocupaba sobremanera establecer una relación sistemática entre lo que es realidad y la realidad de lo ocurre en la novela. Así, tantos años después, se puede decir que Gide no fue más que uno de los millones de ratones atrapados en aquella época tan rica en gatunos acontecimientos; pero más que ratón, rata, y afortunada. Describió su época, se preocupó por ella, y encima, intentó comprenderla.

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Primer número de la más importante revista literaria francesa, dirigida por Gide

 

¿Y qué hacemos nosotros? Al menos, la obra completa de Gide está prohibida por el Vaticano. Eso ya quiere decir algo, aunque en favor de la prohibición, jugó un papel importante su reivindicante homosexualidad. Hoy, ni eso. Como decía, el vómito al estilo de Céline está superado. Es de mal gusto, por la repetición, no por otro motivo. El surrealismo cercano al fascismo (que tan alegremente se acercó a Stalin al principio) nos rodea por todas partes, porque si no te gusta, no estás conmigo, y si te gusta y crees que te acepto, comulgas conmigo; porque recuerdas bastante a menudo que para ser un muchacho ni joven ni viejo, ya te han echado de unos cuantos lugares a los que has acudido arrastrándote de rodillas. No a patadas, precisamente, sino con la mayor educación. Es triste. Es como intentar devolver un abrigo que has comprado de terceras rebajas por diez euros. De tu talla, de tu color preferido; hasta tu chica está de acuerdo en que es una gran compra. Pero llega el invierno, y te das cuenta de que no abriga una mierda.
El escritor debería de volver a la narración clásica.

Enmarcada en la ciencia ficción. Debería. Nada de debe.

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