Cuarta entrada dedicada a Zinoviev.
Confieso que mientras estoy en ello, he estado leyendo a Gorki… ¡Ay! ¡Qué bien escribe!… ¡y cuán bien conoce el alma humana!… y sin embargo, sabía tan poco del futuro… Ironías de la vida, contra las que nadie puede luchar. Ni siquiera los revolucionarios; ni los jueces que viven rodeados de cámaras entrantes y salientes.
Y ese periódico mural titulado El Pensador Jodensita seguiría y seguiría publicándose en el Instituto de no haber comenzado a soplar nuevos vientos que llegaron al quinto piso donde se ubicaba el Instituto. Y como llegaron a pesar de todo, aunque el ascensor desde tiempos inmemoriales se hallaba en reparación, condenando a los empleados obesos y embrutecidos por el ocio a las nuevas enfermedades llegadas desde el Occidente: el infarto, el cáncer, el derrame, la dispepsia, la paranoia, etc. Y fue entonces cuando los liberales, los demagogos, los voceras y los jovenes gamberros del Instituto después de comprobar y requetecomprobar los materiales en todas las instancias superiores, se convencieron del acierto de sus planteamientos y publicaron el número fatal del periódico.
Para Dostoievski es el tema de la responsabilidad personal por los crímenes de masas y para el Embadurnador es el de la irresponsabilidad de las masas por los crímenes individuales. Para Dostoievski el crimen es la desviación ficticia de una cierta normalidad natural y el castigo es la normalidad. Para el Embadurnador el crimen es la normalidad natural y el castigo la desviación ficticia de una cierta normalidad criminal.
La secretaria de un jefe no muy importante, pero tampoco pequeño, sacó el sello, sopló encima y alzó la mano en el último y culminante movimiento. Todos los papeles estaban reunidos y debidamente firmados. Todos los sellos estaban puestos a excepción de este último papel ya firmado por el jefe, no muy importante, pero tampoco pequeño, que la secretaria se disponía a estampar. ¡Gracias a Dios!, pensó el Embadurnador, ¡que ya se acaba ese papeleo! Ahora, a trabajar Pero la secretaria no estampó el sello. Dejó caer lentamente la mano con el tampón, lo retiró cuidadosamente de la mesa y cerró el cajón con llave. Espere un minuto, que voy a llamar por teléfono a Y dio un nombre que nada significaba. Aquí tengo al Embadurnador, dijo la secretaria en el auricular, y él Habló media hora por teléfono. Media hora estuvo el Embadurnador con la mano extendida en espera del último papelito casi sellado. Llame dentro de unos días, dijo la secretaria depositando el auricular, después de haber dicho bueno. Y guardó el papelito en un cajón de la mesa.
Mas considero un deber constatar el siguiente hecho. Si incluso por ciertos motivos el aparato de imposición ideológica dejara de funcionar (a causa, por ejemplo, de una destrucción material), algunos elementos de la doctrina ideológica oficial conservarían su importancia como elementos voluntarios de una u otra ideología (oficial o no oficial). Nos enfrentamos a una ideología grandiosa pese a todo. Si eso no fuera así, no habría ningún problema. Y, a propósito, el desprecio y el desdén generales por la ideología oficial no la priva de ningún modo de su categoría de grandiosa.
La reciente y penosa experiencia de la sociología para conquistar, no hablemos ya de autonomía, sino, por lo menos, el derecho a poseer su propio nombre, nos demuestra elocuentemente que la ideología no cederá a nadie, sin combatir, la esfera de las ciencias sobre la sociedad. La ideología, vuelvo a decirlo, después de haberse apoderado de la esfera de las ciencias sociales no se convierte por ello en ciencia. Con relación al mundo en su conjunto o al conocimiento (y al pensamiento) la ideología tiene un competidor a quien no es tan fácil vencer: la lógica. Y no tanto competidora, como la constante amenaza de ser sorprendida en flagrante delito de fraude.
Pese a todas las medidas adoptadas en contra, la intelectualidad jodensita tenía una idea bastante completa sobre la literatura disidente de los últimos años. En todo caso hablaban de ella como si la estudiasen especialmente y casi por obligación en los círculos de anti-instrucción política. El último libro del Amante de la Verdad, dijo el Científico, es impresionante. Quedé horrorizado. Hablaron del miedo. Yo, dijo el Charlatán, distingo entre el miedo animal en el hombre y el miedo humano en el animal. El animal teme el asesinato y la violencia; teme, en general, el mal que ve y prevé intuitivamente. El hombre teme la imposibilidad de hacer el bien que es capaz de hacer. Es terrible, naturalmente, que existan muchos hombres capaces de hacer el mal y con posibilidades para ello. Pero es más terrible aún que haya pocos capaces de hacer el bien, aunque sólo tengan para ello alguna posibilidad. El verdadero horror no consiste en que haya excepciones de la norma, sino en el hecho de que exista una norma que origina imprescindiblemente esas excepciones. Constatar los asesinatos, la violencia, el terror y todo lo demás y nombrar a los culpables es una acción de suma importancia. Pero a mí me interesa otra cosa, a saber, el horror de una situación donde no se mata a nadie, pero donde se hace algo más terrible: no se permite a los individuos ser hombres, llegar a ser ellos mismos. Te comprendo, dijo el Embadurnador. Esa posición condena a la inactividad.
Para una personalidad creadora, se dijo el Neurasténico a sí mismo, la tragedia mayor es la imposibildad de hacer aquello que se cree capaz de hacer. Se trata de una verdad conocida. Mi aportación a ese problema es el haber establecido los diversos tipos de tragedia. Distingo tres tipos. El primero corresponde a la tragedia del Amante de la Verdad. Lo único que necesita de la sociedad es la posibilidad de ser oído. El segundo tipo de tragedia corresponde al Embadurnador. Exige de la sociedad, además de lo otro, cuantiosos recursos materiales (por ejemplo, bronce, mármol, piedra, un gran local, una plaza, etc.). El tercer tipo de tragedia corresponde al Calumniador. Exige de la sociedad hombres, porque su misión directa es hacer hombres.
Si eres vago y no cumples los plazos prescritos (lee: el tema es difícil, hay que abordarlo con toda seriedad), o bien has escrito algo sumamente mediocre (lee: has puesto de manifiesto tu alta calificación, tu gran conocimiento del tema, la habilidad de resolver con espíritu creador los problemas), todo ese sistema pasa desapercibido. Parece que no existe en absoluto. Te meten prisa o bien te conceden plazos suplementarios, te alaban, te aconsejan. Todos los amigos se ofrecen para darte las referencias que hagan falta. Te las puedes ingeniar incluso para cobrar los honorarios; los premios están asegurados. Pero, ¡Dios te libre de hacer algo que se salga de lo corriente! o, ¡hasta miedo da pensarlo! algo relevante. Se revelan de inmediato todos los eslabones del sistema y cada uno de ellos descubre su poder indestructible. Entonces se ve con meridiana claridad que cualquiera puede hacer fracasar tu obra o, por lo menos, retenerla durante un tiempo indefinido, valiéndose de cualquie pretexto. Incluso con el pretexto de que se expone un nuevo punto de vista no sancionado, que no debe uno apresurarse, que se precisa una discusión seria.
Además, el hecho de que seas autor de numerosas publicaciones, de que eres generalmente conocido, de que tu reputación es excelente no juega ningún papel. El trabajo que se sale de lo corriente es tratado como si fuera de un autor novel que intentara colar su primer bodrio. Todos cuantos participan en el proceso del trabajo con la obra, que se sale de lo corriente, resultan ser de pronto especialistas en esa materia, aunque ésta se haya descubierto precisamente en ese trabajo. Y, además, más calificados que el propio autor, aunque nunca hayan publicado nada sobre ese tema. Si la persona que participa en la publicación del libro no comprende algún pasaje del mismo, significa que el autor tiene un fallo
¿No publicar? Durante un cierto tiempo, claro está, se puede escribir sin publicar. Guardarlo en un cajón de la mesa. O, bien, tirarlo al cesto de los papeles. Pero el hombre no puede llevar durante mucho tiempo su camino consigo. Debe dejarlo atrás. O bien no hacer nada. O bien hacer como todos.
Al principio no podía comprender de ningún modo el por qué de las personas que aparentan trabajar (simulan) consiguen mayores éxitos que los que trabajan en realidad. Por qué la simulación del trabajo es más viable que el propio trabajo. No puedo decir que este problema esté definitivamente aclarado para mí. Pero ahora empecé a comprobar algo.
Para hacer un trabajo se precisa cierto número determinado de personas. Pero el número de personas incorporadas a la simulación del trabajo no está limitado en principio. Un conocido mío, excelente simulador de científico (tanto en sus escritos como en la organización de las investigaciones) se las ingenió para crear un instituto dedicado a la investigación con cientos de colaboradores y gastar varios millones en un problema que no valía nada y se resolvía a lo largo de varios minutos, y además, negativamente. Se intentó desenmascararle, pero nada se consiguió, pues en esa obra estaban interesadas altas organizaciones y los propios desenmascadores eran unos aventureros. El trabajo necesita un resultado final, ser visto desde lejos, una verificación inflexible de acuerdo a unos principios en los cuales no participen sus creadores y una valoración exterior. La simulación del trabajo se contenta con la apariencia de los resultados, más exactamente: con la posibilidad de rendir cuentas por el tiempo transcurrido. La comprobación y la apreciación de los resultados se realiza por personas que toman parte en la simulación, que están relacionadas con ella, interesadas en que se conserve. El trabajo transcurre de forma prosaica, aburrida, gris, discreta y cotidiana. Es el trabajo. La simulación es un ajetreo y una agitación vanos
Dicho en pocas palabras, y tal como lo hubiera dicho el Esquizofrénico, la simulación es un fenómeno puramente social, defendido por todos los medios de la defensa social. Para la simulación, el trabajo no es más que un pretexto, un motivo, una forma. El trabajo, en cambio, es un fenómeno antisocial. Es indefenso por sí mismo. Necesita protección. Lo soportan solo en la medida que su falta o mal estado amenace la existencia de la simulación. Para hacer el trabajo se necesita inteligencia, capacidad, laboriosidad, conciencia, espíritu crítico y otras raras cualidades humanas. Se exige, por tanto, un individuo que socialmente esté menos adaptado. Para la simulación basta con un individuo social medio y una preparación profesional socialmente media
La simulación se convierte a veces en la causa o en una de las causas de ciertas graves consecuencias. Sobre todo cuando el objeto de esa actividad son las masas humanas. Por ejemplo, durante la guerra se superpuso a la dirección de la misma una poderosa simulación del sistema dirigente. Sus consecuencias son generalmente conocidas. Y no puede negarse que la simulación de la defensa y de la seguridad del Estado contribuyó esencialmente al exterminio de masas humanas que no ofrecían ningún peligro para la existencia del mismo.