Así, presentado, Louis Ferdinand no parece un tipo especialmente atractivo. Una especie de escritorzuelo, con mucha mala leche, de novelas negras, quizás.
El lector se encuentra ante un tocho de 600 páginas. ¿Qué hacer? Los del Ministerio de Cultura francés decidieron en Enero de este año suspender los fastos por el 50 aniversario de su muerte (dado su antisemitismo, etc, etc…), el 1 de Julio de 1961. Y resulta que, como suele ocurrir, han conseguido el efecto contrario, y dado mi interés por el caso, hace unos cinco meses me compré esta novela por cinco euros, y ahora que hace mucho calor, tengo más tiempo libre, y mucho más sueño que de costumbre, lo que yo necesitaba leer era algo al estilo de “Viaje Al Fin De La Noche”.
Sería cansino si escribiera aquí razones a favor, y en contra, de la cancelación de la celebración. Ambas existen. Con tantos muertos no se juega, ni en broma; no se puede ser tan cabrón. Pero, por otro lado, hoy en día, ser antisemita, nazi, o racista, poco significa, literalmente. Depende de cómo se levante uno, del tiempo, o del jefe. No seamos tan falsos.
(Además, y ya es casualidad, al día siguiente de morir Céline, lo hizo Hemingway. De cuyo aniversario de muerte no he oído hablar, seguramente porque nadie pone en duda el valor de su literatura. El tipo de la barba es “untouchable”. Sin embargo, si nos atenemos a su vida (y no a su obra, todavía virgen para mí solito, -sin que me importe tampoco demasiado hasta el momento-), Hemingway ya hizo suficiente daño con sus ideas y convicciones, quizás mucho más que el que hizo realmente Céline. Porque es evidente que muchos americanos han pagado sus grasientos dólares estos mismos días pasados de San Fermín 2011, sólo para emular al pionero de la taurina y cansina tomadura de pelo al pueblo español, y al navarro, en concreto. Como si fuéramos una cuadrilla de gilipollas todos, vamos.)
Hay que ir al grano, y lo que importa ahora es la novela de Céline. Por ahí se la considera como la más importante de la primera mitad del siglo pasado, exceptuando las de Proust. Quizás no hay mucha gente que lea a Céline, pero a aquel sopazas magdaleno (con perdón), menos. El día que mi jefe, el mismo de antes, me deje el tiempo libre suficiente como para encontrar mi propio tiempo perdido, Proust me tomará cuentas de lo que escribo ahora. Y le pagaré con gusto, no se crean.
La novela de Céline es de 1932, no de 1952 (la fotografía puede llevar a confusión). La traducción de Carlos Manzano es magnífica, y se merece una mención especial en esta denuncia social de artículo. Traducción, que, por cierto, en el futuro podría llevar a la confusión, o al nerviosismo, o a la locura semántica, a las posibles nuevas generaciones de lectores de la novela en castellano. El uso de las jergas y del lenguaje de los bajos fondos es constante, y dadas las metamorfosis que sufren en los últimos tiempos los lenguajes callejeros, quizás algunos lectores necesiten de diccionario. También los que la lean en versión original.
Antes de empezar a regalar al lector con algunas de las perlas literarias que contiene esta novela (como medio de animación a la lectura), sólo tengo que decir una cosa en favor de Céline: es un hijo de puta de francés consciente de serlo. Y hay tantos que no lo son… franceses, claro.
SOBRE LA GUERRA y EL PATRIOTISMO
“Sí, me creí astuto al hacerlo, ¡imagínese! Para substraerme a la contienda y de ese modo, cubierto de vergüenza, pero vivo aún, volver a la paz como se vuelve, extenuado a la superficie del mar, tras una larga zambullida… Estuve a punto de lograrlo… Pero la guerra dura demasiado, la verdad… A medida que se alarga, ningún individuo parece lo bastante repulsivo para repugnar a la Patria… Se ha puesto a aceptar todos los sacrificios, la Patria, vengan de donde vengan, todas las carnes… ¡Se ha vuelto infinitamente indulgente a la hora de elegir a sus mártires, la Patria! En la actualidad ya no hay soldados indignos de llevar las armas y sobre todo de morir bajo las armas y por las armas… ¡Van a hacerme un héroe! Ésa es la última noticia… La locura de las matanzas ha de ser extraordinariamente imperiosa, ¡para que se pongan a perdonar el robo de una lata de conservas! ¿Qué digo, perdonar? ¡Olvidar! Desde luego, tenemos la costumbre de admirar todos los días a bandidos colosales, cuya opulencia venera con nosotros el mundo entero, pese a que su existencia resulta ser, si se la examina con un poco más de detalle, un largo crimen renovado todos los días, pero esa gente goza de gloria, honores y poder, sus crímenes están consagrados por las leyes, mientras que, por lejos que nos remontemos en la Historia -ya se sabe que a mí me pagan por conocerla-, todo nos demuestra que un hurto venial, y sobre todo de alimentos mezquinos, tales como mendrugos, jamón o queso, granjea sin falta a su autor el oprobio explícito, los rechazos categóricos de la comunidad, los castigos mayores, el deshonor automático y la vergüenza inexpiable, y eso por dos razones: en primer lugar porque el autor de esos delitos es, por lo general, un pobre y ese estado entraña en sí una indignidad capital y, en segundo lugar, porque el acto significa una especie de rechazo tácito a la comunidad. El robo del pobre se convierte en un malicioso desquite individual, ¿me comprende? ¿Adónde iríamos a parar?”
Por fin, me arriesgué, para concluir, a hacer girar uno de mis brazos por encima de mi cabeza y soltando una de las manos del capitán, una sola me lancé a la perorata: «Entre bravos, señores oficiales, ¿no es lógico que acabemos entendiéndonos? ¡Viva Francia, entonces, qué hostia! ¡Viva Francia!». Era el truco del sargento Branledore. También en aquella ocasión me dio resultado. Fue el único caso en que Francia me salvó la vida; hasta entonces había sido más bien lo contrario. Observé entre los oyentes un momentito de vacilación, pero, de todos modos, a un oficial, por poco predispuesto que esté, le resulta muy difícil abofetear a un civil, en público, en el momento en que grita tan fuerte como yo acababa de hacerlo «¡Viva Francia!». Aquella vacilación me salvó.
Un momentito, señores. Ahora vuelvo. Es mi vacilación particular. Dejo la I Guerra, pero no la recomendación de esta primera parte de la novela a cualquiera que se indigne al visionar los “Senderos De Gloria”, de K.