Llego al fin de la novela de Keller. Gran (y gordito) libro que describe la vida, carácter y andanzas de Enrique el Verde, el gran héroe de las letras suizas.
El trabajo de Keller básicamente describe el doble proceso en la vida de cualquier persona de clase media (burguesa podríamos decir) que se basa en dos inclinaciones: la primera, la de aspirar a un ideal artístico, ya sea mediante el ejercicio de la pintura, la escritura, etc,; la segunda, la de procurarse un alivio material en la vida real y cotidiana en forma de un trabajo digno, pero, bien alejado del ideal de arte. Es decir, no es posible, o es casi imposible, aspirar a comer los garbanzos diarios en base a las ganancias por la venta de cuadros o libros. Esta cuasi-imposibilidad, se diría sólo posible para las clases altas y las bajas, usando sus influencias las primeras, dejándose llevar las segundas por la falta de presión que supone el no tener nada que perder, supone una grave herida que no cicatriza fácilmente. La edad es un factor muy influyente; por el que casi siempre la elección más feliz, tras los años de aprendizaje artísticos, es intentar encontrar una ocupación digna. Más tarde, y a la manera de un artista privado, que sólo compone, pinta o escribe para sí mismo, se vuelve al ideal artístico, con la tranquilidad de tener la vida material resuelta.
En todo esto, la familia y los amores que surgen a lo largo del proceso son los factores que más influyen en el devenir futuro de los acontecimientos. Pero es bien difícil que salga todo a pedir de boca, por supuesto. Primero, porque ni siquiera por esa boca pueden salir los deseos que uno quisiera ver cumplidos a día de hoy. Éstos aparecen con efecto retardado, y el pasado no se puede alterar. De alguna manera, hay que dejarse llevar por el destino.
Todo esto parece tan evidente, tan de perogrullo, que quien me lea esta noche puede pensar que la novela realmente tampoco es que nos hable de una nueva panacea en sus más de 900 páginas. Allá cada cual, pero entre frase y frase, uno busca y encuentra la combinación de palabras justa y adecuada para que se produzca en nuestra mente una serie de reacciones y encadenaciones que bien pueden ser muy útiles para el resto de nuestras vidas. De esto se trata al leer este género de novelas germanas, las bildungroman, o novelas de formación (de las que ya di los nombres más importantes en mi anterior entrada dedicada a Der grüne Heinrich), de sacar algo de partido en la dicotomía arte-vida.
La crítica evidente, sobre todo partiendo de este país llamado España, en el que la lectura de este género es bien rara, por no decir sólo practicada por eruditos, filólogos, traductores y congresistas de turno, es la de que al carácter español no le va nada bien el hecho de que alguien quiera enseñarle algo en una novela. Keller creció leyendo al Quijote, y a todas las historias fantásticas de la época, ya fueran francesas o alemanas. Las mismas historias de fantasmas, de malditos, de apariciones diabólicas que compuso Balzac, hasta que éste mismo, años después, empezara a enfrentarse con su propio proyecto de vida con La Comedia Humana. Pues no, aquí la sensación es diferente. En este país, llevamos centenas de años de retraso en el amamantamiento al infante de lo terrible, lo grotesco, lo fantástico en forma de lecturas. Así salen después tantos escritores realistas y reales, en los que el ideal de artista casa perfectamente con el ideal del garbancero. Y así, poco se aprende, por cierto. Algo se entretiene. Seguramente hasta la llegada de Baroja o Unamuno. Pero esto es otra historia. Ya estamos en el siglo XX. Los anglogermanos y franceses nos llevan 200 años de ventaja.
Esto no es sin embargo una apología al idealismo alemán. Al contrario, quizás todas estas ideas de formación, de ideales compartidos por la clase media, casamientos felices del trabajo y del arte, apurando casi hasta el del capital con el trabajo (recuerden las últimas secuencias de la película de Fritz Lang Metrópolis) sólo llevaron a la construcción lenta pero segura de la barbarie nazi. O dar un paseíto hoy en día por la ciudad natal de Keller, Zurich, tampoco ayuda a pensar en largas lecturas junto a tranquilas chimeneas de cabañitas adosadas en algún valle nevado; más bien, en un pueblo adormecido, envilecido por la incomunicación y los tremendos avances tecnológicos.
En resumen, creo que la lectura moderna del Enrique hoy en día nos debería de aportar más que puntos de anclaje para la formación de ideales y de normas de comportamiento, una nueva ayuda para la crítica actual de lo que mueve el mundo. La crítica de Keller a su época, sobre todo religiosa, social y política no debe de pasar inadvertida. Cada uno que forme su carácter como buenamente pueda, y que lo conserve con tranquilidad, pero también que aprenda a discernir lo que le rodea, y que lo sepa valorar y criticar. Vapulear y dominar, si hace falta.